
Le doy tantas vueltas al tema del tiempo porque en Nikko a las nueve de la mañana ya es tarde para ver templos. Cienes de colegios habían liberado su carga colegial sobre el desdichado pueblo, además de los adultos japoneses, que son muy viajeros ellos, y de los turistas gaijin como yo. Así no se ven bien las cosas.

Además el complejo de templos de Nikko es un poco como el barroco español (valga mi ignorancia sobre el tema), en cuanto a que los templos fueron diseñados para tener cuantos más ornamentos mejor. En primera instancia, Nikko fue una zona de templos creada para dar apoyo a un proyecto de religión cuyo fundamento es la unión de varias otras; la idea no prosperó y ahí quedó la cosa. Sin embargo, el poderoso shogun Ieyasu ordenó que tras su muerte sus restos fueran llevados a Nikko; entonces el pueblo vivió una segunda época dorada.

Así pues, en mi opinión los templos de Nikko no tienen esa armonía ni esa sutileza que tienen los de Kyoto, que han visto pasar cientos de años para aquilatar su valía. El famoso puente sagrado es insignificante y tampoco tiene valor más que anecdótico. Aunque no hubiera estado abarrotado, lo cual disminuye mucho el valor turístico, yo no lo recomendaría como visita a nadie.
Para intentar aprovechar un poco más el viaje me dirigí al Parque Nacional de Nikko, situado en las montañas cercanas. Según la guía hay una parada intermedia en la que se puede continuar el trayecto tras subir en un teleférico. Las vistas desde arriba eran bonitas, sobre un gran lago y una cascada que cae sobre la garganta entre las montañas. Igualmente, según la guía, desde el teleférico hay un agradable paseo de 1.5 km hasta el lago, así que decidí cogerlo.

Entre estas charlas y algun té con pasteles se nos pasó la tarde y volví a casa (Ueno) totalmente hecho polvo, y para colmo tuve que hacer la colada y tender la ropa. Recuerdo que me senté en la cama y cuando me fui a levantar había pasado hora y media. Qué dura es la vida de turista.
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